Wednesday 23 April 2014

La Gitana y el Niño Drogado

El Austroliberal, Birmingham 23 de Abril de 2014, por Jorge A. Soler Sanz

Para todo aquel que viva en una gran ciudad como Madrid o Barcelona, el fenómeno de la gitana que nos pide "argo pa comé" con el niño en los brazos resulta familiar. ¿Quién, en alguno de sus trayectos en el Metro de Madrid, por ejemplo, no se ha encontrado alguna vez con esta figura pidiendo unos duros para comprar algo que echarle a la boca al hijo? En su rama más sofisticada, el mito dice que la gitana en verdad no es madre del niño, que todo el asunto forma parte de una mafia más amplia que se encarga de alquilar y drogar a estos niños, y que el objetivo fundamental es el de causar pena en el individuo para que éste se desprenda de parte de la calderilla que lleva en el bolsillo. En su vertiente más light el mito popular sólo dice que la gitana tiene hambre, el niño que lleva entre los brazos es su hijo, y que en verdad pide para alimentarlo. El fenómeno resulta interesante de explorar en cada una de estas ramas, tanto si se trata de un mito o algo real, porque pone en evidencia los límites de actuación desde una teoría racional o del derecho, o desde el enfoque de las éticas discursivas y del diálogo.

Muchas de las críticas que se han dirigido contra el enfoque ético y legal de las posturas racionalistas más fuertes apuntan precisamente al tipo de contradicciones aparentes a las que se llega cuando uno sigue estos preceptos siguiendo sólo la cadena de deducciones lógicas que se realiza desde las premisas hasta las conclusiones. Partiendo del axioma de no agresión, es posible llegar a conclusiones tales como la de que dejar morir a un hijo de hambre no constituye crimen alguno (pues no se inicia la agresión contra nadie), que la venta de bebés debería ser algo perfectamente legal, o que la prostitución infantil debe estar consentida si los padres a su vez están de acuerdo. Todos estos resultados sirven de arma arrojadiza por parte de las propuestas sociales de la socialdemocracia para postular el gasto público y conceder una tutela de facto al Estado para que vele por los intereses del menor.


Si nos ponemos en una situación antecedente a la Revolución Industrial, digamos en torno a la alta Edad Media, y donde la pobreza generalizada está a la orden del día, sin embargo, el aspecto temporal, local e ideológico de la propuesta socialdemócrata se cae por su propio peso pues no se sostiene. Qué absurdo hubiera sido que en aquella época, por ejemplo, se hubiera tratado de solucionar el problema del trabajo infantil, tan a la orden del día, imponiendo sanciones económicas a los que realizan estas prácticas o por medio de normativas civiles que lo prohíban. En este contexto particular, postular el gasto público para evitar fenómenos tales como el de la venta de niños o la prostitución infantil al objeto de proteger al menor hubiera sido del todo absurdo y lo lógico es que tales propuestas encontraran bastante oposición entre la población civil contra su implantamiento.

La parte del planteamiento que no parecen querer ver los detractores de una teoría racional del derecho hubiera resultado del todo aparente para todo aquel individuo que hubiera vivido en este contexto y se hubiera tenido que enfrentar a tales normativas, pues ¿a quién se debería adjudicar el cascabel? Hoy día los servicios sociales simplemente se presentarían en casa del niño prostituido o trabajador al objeto de reclamarlo y trasladarlo a un centro de acogida del menor con cargo al erario público, pero en un contexto donde la excepción es la norma, ¿a quién acudir? ¿Quién, en este contexto particular, habría de encargarse de ocuparse y alimentar al menor, alejarlo de las durezas del trabajo y darle unos estudios que le den una mejor oportunidad el día de mañana?

Si trasladamos este problema al día de hoy y nos bajamos al Metro de Madrid al objeto de explorarlo veremos que la solución que propone la socialdemocracia con carga al gasto público tampoco se sostiene hoy día. Según esta postura, lo que se debería hacer en este caso es imponer un impuesto obligatorio a todo el que esté montado en el Metro, o determinar quién es el que tiene mayor poder adquisitivo de todos ellos, y adjudicarle el muerto. En no otra cosa consiste la propuesta que exige la intervención del Estado para solucionar este tipo de conflictos. Además, la postura además es hipócrita y falaz, pues en verdad nunca ocurre que la gitana de turno abandone el vagón de Metro con una fortuna en las manos, sino que parece más bien que a todo el mundo le da igual, es decir, que la estrategia de presentarse ante el otro con el niño en los brazos parece que no tiene mucho efecto.

¿Entonces, si no es por medio de una legislación y el gasto público que se puede solucionar este tipo de problemas, a qué mecanismo podemos recurrir para hacerlo? Aquí la respuesta es muy simple. Primero al ámbito del derecho al objeto de determinar qué o quién pertenece a quién en base a los títulos de propiedad. Luego al mercado que es la única institución capaz de elevar la condición material de vida del individuo por medio de la producción masiva de servicios y productos de consumo. Lo que ha permitido sacar al niño de la fábrica para mandarle a la escuela en su lugar, no ha consistido en ninguna normativa, sino en el hecho de que el individuo es ahora más pudiente y puede prescindir de ello. El fenómeno laboral infantil de hecho todavía no ha conseguido erradicarse, pese a todas las normativas, en los países más pobres del globo, y cuando se ha hecho, se ha observado un incremento en el polo opuesto de la prostitución infantil. Es decir, que la causa que impulsa estos fenómenos, no reside en la ausencia de ninguna normativa, sino en las condiciones materiales en que viven los individuos. O expresado de otro modo, que existe una relación causal entre el poder adquisitivo de una persona y el fenómeno del trabajo infantil.

Lo que hace tan aberrante este fenómeno ante los ojos del individuo hoy día no reside en ningún principio formal del derecho, sino que más bien ello depende del cristal cultural en función del cual se perciba el mismo. Y, sin embargo, no es tarea de la praxeología la de realizar una hermenéutica de este texto social al objeto de determinar el sentido oculto del mismo, sino que esa tarea depende de otras ramas del saber, como por ejemplo, la filosofía política, la psicología o el arte. Lo que nos interesa desde el punto de vista de una teoría racional del derecho, no es explicar estos localismos, sino determinar un tipo de regla que sea capaz de aplicarse a todo contexto. La razón fundamental de que hayamos adoptado un enfoque racional y apriorístico en este medio reside precisamente en el hecho de que la determinación de verdad de un enunciado analítico no dependa de valorar contexto alguno, que es lo mismo que decir que un enunciado de este tipo es compatible con cualquier tipo de hechos u orden del mundo. Desde un enfoque racional y analítico, la experiencia no puede confirmar ni refutar nada, pues decimos que estos son compatibles con cualquier orden de cosas.

¿Entonces qué, dejamos con ello morir al niño de la gitana de hambre pasando página al asunto? Por supuesto que no. En realidad, la única diferencia entre esta postura y la de la socialdemocracia reside en si se postula o no como solución el gasto público. En lugar de adjudicar la tarea de alimentar al bebé al otro (por medio del gasto público), se trata de que cada cual como individuo comience a asumir esta su responsabilidad y dedique parte de sus fondos a instituciones de tipo privado que tengan como objetivo entre sus estatutos el de solucionar este tipo de problemas. Además, siempre y cuando exista gasto público para solucionar cosas como el desempleo, la protección al menor, la pobreza, etc., la pauta no desparece, sino que se fortalece, e incluso enquista, en lo social. Es así que hemos llegado a una situación dónde, en función de cuál sea la situación, resulta más rentable quedarse en casa que trabajar, o ser pobre a tener algo ahorrado. O expresado de otro modo, que si la gitana aparece en el vagón de metro es porque hay una demanda social que financia este tipo de fenómenos. Es obvio que ante la indiferencia generalizada, la gitana de turno no tendría otra alternativa para recibir fondos que persiguiendo otros medios (lo que no implica necesariamente que se tenga o vaya a hacer por medio del trabajo asalariado).

Vivimos en una sociedad donde hay madres que deciden tener hijos sólo por el tipo de beneficios fiscales o redistributivos que se reciben sin más consideración que esta, pero luego no extrañamos ante tales fenómenos. Toda forma de vida social, enajenada o no, depende de unos ingresos, y el éxito o no de una empresa de negocios se determina en el mercado en función de la demanda. Y para lo que no hay demanda, no hay producción. Si en verdad se quiere solucionar el problema de la gitana y el niño que nos presenta entre los brazos, como el resto de los casos, la razón nos exige que postulemos menos gasto público, y no más. Erradicar este tipo de fenómenos sólo es posible mediante el gasto privado porque, como los recursos son escasos, lo lógico es pensar que los individuos sólo destinen fondos de su propio bolsillo para solucionar los casos que si son verdaderos y que requieran más atención.

Hay veces que la pobreza se enquista en lo social precisamente por el tipo de normativas que se instauran para combatirle. En otros tiempos, no era infrecuente que las clases más pudientes ofrecieran trabajo de servicio doméstico a los hijos e hijas de las más pobres, a veces, sólo a cambio de ropa y cobijo. Lo normal era que este tipo de acuerdos se acordaran directamente con los padres, que cedían a uno de sus hijos a la familia contratante como empleada doméstica o niñera. Este tipo de acuerdos era beneficioso para todas las partes por las condiciones de pobreza previa, el alivio de la carga parental que nos exige alimentar a nuestros hijos y la mejora generalizada de las condiciones de vida de las partes que intervenían en el acuerdo. Para la familia más pobre este acuerdo implicaba unos mayores ingresos, la seguridad de saber que uno de nuestros hijos está siendo bien cuidado y la posibilidad de que estos pudieran recibir una educación o destreza que les ayude en el futuro a garantizar para si unos ingresos (por no hablar de la posibilidad de incluso hasta casarles). Para la familia más rica, por otro lado, el beneficio consistía en poder disponer de una doncella en casa que liberaba las tareas de todos y cuyo gasto, en términos marginales, era más bien bajo. La normativa laboral existente hoy día ha hecho en parte que percibamos estos casos como aberrantes, por serviles, pero eso no siempre ha sido así. Por otro lado, la normativa laboral vigente hace que este tipo de acuerdos no sean posibles, pues el cumplimiento de determinados requisitos (digamos por ejemplo un contrato permanente, seguridad social, derechos laborales, etc.) los hace indeseables o poco atractivos para algunas familias. Y ello implica que las necesidades de ambas partes quedarán desatendidas. Para la familia más pobre esto se traduce en la perpetuación de la pobreza mientras que para la más pudiente la imposibilidad de liberar tiempo en casa por medio de una doncella.

Aunque pueda parecer contraintuitivo, este tipo de problemas se soluciona postulando menos intervención y más mercado. Es cierto que la pobreza pone a unos individuos a merced de otros, pero al prohibir determinado tipo de acuerdos estos se vuelven incluso más vulnerables que antes, pues allí donde por lo menos antes disponían de la posibilidad de adoptar una solución provisional a sus problemas (sirviendo a otro ser humano), ahora ya no la tienen quedando así a merced de la pobreza. Por más repugnante que nos pueda parecer, un acuerdo voluntario entre el pobre y el rico es un acuerdo legítimo, pues allí donde ambas partes están libremente de acuerdo con el mismo, terceras partidas no tienen nada que decir. El paro involuntario consiste precisamente en esto. Dos partes quieren colaborar en algo, pero una tercera partida interviene diciendo que el tal acuerdo no es posible. Que uno esté parado de forma involuntaria no quiere decir que éste no encuentre trabajo de lo suyo en el mercado laboral, sino que una tercera partida se lo impida.




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